sábado, 22 de diciembre de 2007

Kundera sobre la astrología

Transcribo aquí, completo, un capítulo de la novela "La inmortalidad", de Milan Kundera. Me sorprendió encontrar una descripción tan detallada y tan exacta del funcionamiento de la astrología precisamente en este libro, donde nunca la hubiera buscado; pero me sorprendió más aun -y también, por supuesto, me deleitó- observar que este autor al que tanto quiero concibe a la astrología de la misma manera que yo, como huella dactilar y metafórica de la vida personal. He aquí sus palabras:


En el cuadrante, las manecillas dan vueltas en círculos. También el zodíaco, tal como lo dibuja un astrólogo, tiene aspecto de cuadrante. El horóscopo es un reloj. Creamos o no en los pronósticos de la astrología, el horóscopo es una metáfora de la vida que contiene una gran sabiduría.

¿Cómo dibuja el astrólogo un horóscopo? Traza un círculo, la imagen de la esfera celeste, y lo divide en doce partes que representan los diversos signos: capricornio, tauro, géminis, etcétera. En este círculo-zodíaco dibuja luego los signos gráficos del sol, la luna y los siete planetas, exactamente en el sitio en que estaban las estrellas en el momento del nacimiento del interesado. Es como si dibujase en el cuadrante de un reloj, regularmente dividido en doce horas, nueve cifras más, irregularmente ubicadas. En el cuadrante giran nueve manecillas: son nuevamente el sol, la luna y los planetas, pero tal como se mueven realmente por el universo durante su vida. Cada uno de los planetas-manecillas establece permanentemente nuevas relaciones con los planetas-cifras, los signos inmóviles del horóscopo del interesado.

La irrepetible irregularidad con la que se agruparon las estrellas en el cuadrante del zodíaco en el momento del nacimiento de una persona, éste es el tema permanente de su vida, su definición algebraica, las huellas dactilares de su personalidad; las estrellas inmovilizadas en su horóscopo forman, una en relación con otra, ángulos cuyo valor expresado en grados tiene distinto significado (negativo, positivo, neutro): imagínense que su amorosa Venus tiene una relación tensa con su agresivo Marte; que Sol, que representa su personalidad, se ve fortalecido por la conjunción con el enérgico y aventurero Urano; que la sexualidad simbolizada por la Luna va unida al soñador Neptuno y así en adelante. Pero a lo largo de su recorrido, las manecillas móviles de las estrellas tocarán los puntos fijos del horóscopo y pondrán en juego (debilitarán, favorecerán, harán peligrar) diversos elementos de su tema vital. Y eso es la vida: no se parece a una novela picaresca en la que el protagonista se ve sorprendido, de capítulo en capítulo, por acontecimientos siempre novedosos que no tienen denominador común alguno. Se parece a la composición que los músicos llaman variaciones sobre un mismo tema.

Urano recorre el cielo con relativa lentitud. Tarda siete años en atravesar un signo. Supongamos que está hoy en una situación dramática con respecto al inmóvil Sol de su horóscopo (pongamos por caso en un ángulo de 90 grados): atraviesan ustedes una época difícil: al cabo de veintiún años esa situación se repetirá (Urano formará un ángulo de 180 grados con respecto a su Sol, lo cual tiene un significado igualmente infausto), pero sólo será una repetición aparente, porque en el mismo momento en que su Sol se vea afectado por Urano, Saturno estará en el cielo en tan armónica relación con su Venus que la tormenta pasará junto a ustedes como de puntillas. Será como si volvieran a tener la misma enfermedad pero la pasarán en un sanatorio fantástico donde, en lugar de ser atendidos por enfermeras impacientes, lo serán por ángeles.

Dicen que la astrología nos hace fatalistas: ¡no te librarás de tu destino! A mi juicio, la astrología (me refiero a la astrología como metáfora de la vida) nos dice algo mucho más sutil: ¡no te librarás de tu tema vital! De ello se desprende, por ejemplo, que es una pura ilusión pretender empezar en medio de la vida una «nueva vida» que no se parezca a la anterior, empezar, como suele decirse, desde cero. Su vida estará siempre construida del mismo material, de los mismos ladrillos, de los mismos problemas, y lo que en un primer momento les parece una «nueva vida» resultará muy pronto ser una simple variación de la anterior.

El horóscopo se parece a un reloj y el reloj es una escuela de finitud: en cuanto una manecilla describe un círculo y regresa al punto del que partió, se cierra una fase. En el cuadrante del horóscopo giran nueve manecillas a diversas velocidades y a cada momento una fase se cierra y otra comienza. Cuando la persona es joven, no es capaz de percibir el tiempo como círculo, sino como camino que conduce directamente hacia delante, hacia paisajes permanentemente cambiantes; todavía no intuye que su vida sólo contiene un tema; lo comprende en el momento en que su vida empieza a componer sus primeras variaciones.

Rubens tenía unos catorce años cuando lo detuvo por la calle una niña que tendría la mitad de su edad y le preguntó: «Por favor, señor, ¿puede decirme la hora?». Era la primera vez que una desconocida le trataba de usted y le decía señor. Le embargó la felicidad y le pareció que ante él se abría una nueva etapa de su vida. Luego se olvidó de aquel episodio y no volvió a recordarlo hasta que una guapa señora le dijera: «Cuando usted era joven, ¿también pensaba que…?». Era la primera vez que alguien se refería a su juventud como algo pasado. En aquel momento se le presentó la imagen de la niña olvidada que una vez le había preguntado la hora y comprendió que aquellas dos figuras femeninas estaban relacionadas. Eran dos figuras carentes en sí mismas de significado, encontradas por casualidad, y sin embargo cuando las relacionaba aparecían como dos acontecimientos significativos en el cuadrante de su vida.

Lo diré de otro modo: imaginemos que el cuadrante de la vida de Rubens está situado en un enorme reloj medieval, por ejemplo en aquél a cuyo lado pasé durante veinte años por la plaza de la Ciudad Vieja, en Praga. El reloj da la hora y encima del cuadrante se abre una ventanita: sale por ella una marioneta, una niña de siete años que pregunta la hora. Y más tarde, cuando la misma lentísima manecilla llega al cabo de muchos años a un nuevo número, las campanas comienzan a sonar, vuelve a abrirse la ventanita y sale la marioneta de una mujer joven que pregunta: «Y cuando usted era joven…».

martes, 20 de noviembre de 2007

La vergüenza (texto inconcluso)

Se dan muchas clases de vergüenza. Está la vergüenza de quien se queda desnudo o con poca ropa, también denominada pudor. La vergüenza de quien tiene poco que ofrecer ante aquel que sabe que tiene mucho más. La del que acaba de cometer una falta y se sabe de antemano reprobado. La del que ha caído en la trampa del acto fallido o del lapsus linguae. Pero estos y todos los otros casos de la vergüenza tienen algo en común: sólo siente vergüenza aquel que súbitamente toma consciencia de haber quedado expuesto. Allí donde hallemos vergüenza, tenemos que buscar también una exposición no deseada, la desnudez del cuerpo, de los sentimientos, del deseo, del pensamiento, de la deuda, del perdón, del orgullo. Es importante que la consciencia de esa exposición sea repentina, que se destaque sobre un fondo previamente no reconocido de comodidad, sobre un territorio que se daba por descontado. Por entre ese colchón de plumas debe abrirse paso, como un rayo lacerante, la consciencia avergonzada que revele en un rubor furioso la transparencia previamente no vista de la situación: la nimiedad, la exageración o el patetismo descarnados. Por supuesto, uno suele sentir vergüenza durante un tiempo prolongado, y no sólo en el filo impersonal del instante; el sentimiento puede sostenerse, mantenerse aferrado a la carne, a los ojos y a las mejillas. Pero lo anterior vale siempre para el imprescindible esclarecimiento inicial que anuncia la vergüenza por venir. Sobre ese momento se funda el sentimiento todo. Exposición, desnudez, instantaneidad. Estos tres parecen ser componentes fundamentales de la vergüenza.

Y por supuesto, siempre, el Otro. No sentiríamos vergüenza si no fuese por la mirada del otro, aunque estemos solos y ‘nadie nos vea’. Los ojos del otro, imaginarios o reales, son el escenario siempre disponible para la danza de nuestro pudor, una danza con un solo velo. La vergüenza tiene su razón de ser, quizás, en la despiadada claridad en que de repente nos envuelve la mirada ajena, penetrándonos, acosándonos por todas partes con una profundidad insoportable; en ese instante somos irreductiblemente eso que el otro ve. Caen las máscaras y los entretelones, se abre la última bambalina, aforamos sin remedio; el lenguaje teatral se asocia fácilmente a un sentimiento que sólo surge cuando lo teatral (el artificio) es súbitamente cancelado. Mutis de la apariencia, hace su entrada la verdad. Aunque la apariencia de ahora fuese antes la verdad. Aunque la verdad que hace su entrada se convierta posteriormente en apariencia. Las transiciones posibles no desmienten las verdades eternas del presente-en-proceso.

Eso explicaría muchas cosas. Un estudiante debe entregar un trabajo a su profesor. Sabe que lo ha realizado irresponsablemente y con poco esfuerzo, como queriendo sacárselo de encima. Al leer el trabajo de su compañero, que se ha aplicado seria y esmeradamente, siente repentina vergüenza de entregar el suyo. Una mujer semidesnuda, en el momento cúlmine del juego previo, siente una extraña vergüenza ante su amante por esa semidesnudez, que usualmente consideraría tan sólo como un símbolo de franqueza. Mas con él la vergüenza irrumpe de súbito, porque en un compás de cuerpos entrelazados ella ha cobrado consciencia de que sus sentimientos se han vuelto transparentes. De que su deseo ha quedado expuesto, en toda su extensión inagotable. Ella, en ese momento, es para él todo lo que él ve, toca y siente. Se dirá que uno es siempre lo que los otros ven, que la existencia y la apariencia no son tan diferentes; pero en la vergüenza esta verdad parece agudizarse, hacerse más honda, más acuciante, más densa y filosa. El estudiante ha quedado expuesto a la verdad de su trabajo mal hecho; la mujer ha quedado desnuda frente a la verdad de su sentimiento no esperado. Aunque el detonante de la vergüenza en cada situación particular pueda ser delimitado y puntualmente descrito apelando a las condiciones materiales y los valores culturales de esa situación (por ejemplo, al explicar la vergüenza del estudiante mediante los cánones académicos de su contexto), aunque esto pueda hacerse, y aunque digamos que nosotros también somos “otra cosa” además de lo que el otro en ese momento ve, no por eso deja la vergüenza de comprometernos en todo nuestro ser, en todo nuestro deseo, en toda nuestra distensión existencial.

Se ve entonces que la llamada ‘vergüenza ajena’ no existe ni puede realmente existir: la vergüenza es siempre propia, aunque venga suscitada por la conducta de otro – no sentiríamos vergüenza si esa conducta no nos implicara a nosotros mismos en algún resquicio de nuestro ser. El otro hace algo vergonzoso y nosotros participamos de su vergüenza, justamente porque su acción nos ha dejado, también a nosotros, expuestos.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Breve recuento de un recorrido

I must break through the bleak of winter
Through your latest barrier
Your latest barrier

Debo atravesar la crudeza del invierno
Atravesar tu última barrera
Tu última barrera

-Tori Amos


Creo que ya las hice todas, o casi todas. He tropezado antes de empezar a caminar, he naufragado sin abandonar el puerto. Arruiné planes que jamás tuvieron propiamente un inicio, y desperdicié aquello que todavía no estaba disponible. Aborté lo que no estaba ni siquiera concebido y le arranqué las alas a la mariposa cuando todavía era crisálida.

Ocasiones de esta índole fueron sedimentando en mí poco a poco, haciéndome ver gradualmente, cada vez con mayor intensidad y certeza, que ciertas leyes interpersonales se cumplen. Que el mundo despliega ciertos mecanismos misteriosos y que estos funcionan siempre, aun siendo enrevesados. Fui acomodándome a ellos, de a poco, siempre intentando y siempre fallando, precisamente porque intentaba.

Hasta que llegó un momento en el cual parecí obtener el fruto, ese fruto que proviene del olvido de sí y el kairós, el momento oportuno. A través de ese momento, en él y desde él, en el tiempo no lineal de lo imprevisto y la demora, se fue desplegando la tela, el género, la seda delicada de una historia cuyo sabor era otro. A través y a la par de ese proceso fui contemplando con deleite mi estado mental, que, para un ser especulante y controlador como yo, se mantenía sorprendentemente calmo.

Y entonces, como los judíos a través del Mar Rojo, que abrió sus puertas de par en par sólo para ellos, así de triunfal se abrió paso, a través del límpido corredor de mi desprendimiento, tu última barrera. El obstáculo ya no era interno; ahora estaba en el otro.

Por primera vez en mi vida, estoy en la orilla de enfrente.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Pequeña conversación imaginaria basada en un hecho real que denota el funcionamiento de un determinado individuo

A: Necesito que me aconsejes acerca de la situación x

B: Yo creo que deberías hacer ésto y aquello, pero no lo otro, lo otro sería perjudicial por lo siguientes motivos: z, n, v...

A: Muchas gracias. No sé qué haría sin tu ayuda.

B: En realidad lo que precisabas saber ya estaba en vos, es sólo que necesitas que alguien te lo diga.

A: Ciertamente. También necesitaba que me dijeras eso.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Algunos pensamientos dispersos sobre el lugar de la no-acción

Cuando luchan dos ejércitos vence el que, compasivo, lo lamenta
Cuando se enfrentan dos enemigos, vence el que más lo lamenta en su corazón

Cada vez que me acerco a tocar lo más profundo de mis verdades, cada vez que siento en todo el cuerpo la conexión inexplicable, cada vez que puedo ver el Mundo desde las cuatro esquinas, cada vez que, como Wittgenstein, me siento absolutamente seguro, me dan ganas de llorar.

Entonces, claramente, ya no sé por qué lloro.

Por qué: el ‘qué’ del ‘por qué’ es la forma imposible de la pregunta inadecuada. Indica que no hay algo ahí por lo cual preguntar.

Es el placer que está más allá del dolor-y-el-placer, en el lugar sin lugar de la impermanencia.

Es el llanto que, en mí, se conjunta a ese placer como su fiel concomitante. El ardor en los ojos es una parte tan esencial del sentimiento como cualquier otra (nuevamente, este es también un lugar de la carne).

Hay dos clases de personas: las que son conscientes de sí mismas y las que no lo son. Las que se esfuerzan y las que se acomodan. Las primeras pueden triunfar, pero en cierto sentido siempre fracasan. Las segundas están por fuera del círculo, y por eso permanecen. Pero la condición es no saberlo.

(Soy consciente de que escribir esto conlleva cierta soberbia. Temo violar por ello alguna ley universal; pero todo da lo mismo, quizá, a la hora de temer)

¿Hasta dónde es posible entonces un lugar genuino del no-hacer?
¿Se puede acaso aprender a amar la impermanencia, la no-presencia, la pasividad que es norma del mundo? ¿O es esto acaso como el don, al que toda conciencia mata?

Sin embargo, presiento que existe un extrañísimo espacio (primero escribí lugar, pero la palabra es espacio) desde el que es posible contemplar la no-acción en su esplendor, sin caer fuera de ella. Quiero amar la calma.

La mejor forma de sostener (algo) es
– dejar que se sostenga por sí mismo, no-sosteniendo(lo)
– sostener(lo) desde y a través de la ausencia

Son dos oraciones equivalentes. Sé que el lenguaje es defectuoso.

La absoluta infalibilidad de la acción en la inacción reside justamente en que no es un axioma. No se la sigue como a una señal de tráfico; no se la cumple como a un reglamento de ascenso institucional. La norma del mundo no está escrita en ninguna parte, y sólo así es que se cumple en todas. Afortunadamente, yo tampoco la estoy escribiendo ahora.

Veo de un modo confuso –y quizás académicamente errado– cómo Spinoza, Wittgenstein, Derrida, Deleuze y muchos otros tienden al mismo punto de contacto. Grito a los cuatro vientos con mi silencio el placer de esta callada unidad o comunión.

Descartes, Kant, Leibniz. Se equivocaban al creer que había algo que hacer.

(Esta última frase no es necesariamente impía. Efectivamente, hay cosas que pueden/deben ser hechas. Pero no son las que más me importan.)

martes, 24 de julio de 2007

El lugar de la carne

Que acudan al punto los exégetas y los voceros de la hermenéutica, los intérpretes interpretadores, nuncios de Kant, Hegel y Heidegger. Ellos podrán sin duda acrisolar y acuñar máscaras de respuestas; pero mis preguntas se mantendrán incólumes, como preguntas, por siempre clavadas en la carne que las hace emerger.


¿Hasta dónde llega el límite entre la fidelidad y la infidelidad? ¿Cómo demarcar, y por qué, las presuntas fronteras entre la carne, el cuerpo propio y el ajeno en todas sus direcciones (la del infiel, la de la víctima de la infidelidad y la del cómplice), y el “espíritu” (alma, conciencia, voluntad, llamada moral)? ¿Qué lógica y pensamiento están ya operando cuando intentamos trazar una barrera, una señal que marque el pasaje desde una conducta “sin mácula” a la trasgresión de la fe depositada en mí por el otro?

La llamada del otro irrumpió en su cabeza mientras se entregaba a la pasión en mi cuerpo, quebrando en ese instante la lógica con la cual nos dimos el encuentro, la cena, la cita en el cuarto de hotel. Es en esa irrupción cuando me encuentro frente a frente con los ojos del Otro, que tiene a otro Otro en la mirada y lucha en su cabeza con él, consigo mismo y conmigo. Unos ojos que tiemblan en la súplica que me dirigen, que invocan alguna especie de imposible y genuina (imposible por pretenderla genuina) solución. Ojos que a su vez están vueltos hacia adentro, espectadores impotentes del conflicto. Para explicarse él apela sin saberlo a la antigua diferencia entre la pasión y el intelecto, pero yo no estoy en rigor en ninguno de ambos lados; puesto que la puja entre su libido y su cerebro involucra por igual la ausente presencia del otro Otro.

“¿Por qué lo hiciste?” le pregunto (y me refiero con eso a muchos porqués: por qué me trajiste hasta tu cuarto, por qué diste tu consentimiento, por qué tu mano sobre mi hombro como tácita señal de largada, por qué la cena y tu sonrisa ignorando los insistentes golpes del Otro a tu puerta).

“No sé por qué lo hice”, me responde, y puedo ver que esa respuesta surge de una sincera y atormentada confusión. Quizás también una confesión.

(Pero a la vez la forma de mi preguntar –“por qué”– apunta en sí misma al ámbito del que pretende extraer su respuesta: el ámbito de lo calculable, de lo medible, de la causa, aquello que puede entregar su propia razón de ser. El lugar de la respuesta. De la res puesta. Puesta en lugar, económico, geográfico, eidético, psíquico. Y entonces la forma de mi preguntar queda desnuda, como el absurdo que es, frente a este hombre acobardado que con su “no sé por qué” responde perfectamente a mi pregunta, quebrándola por dentro.)

Los ojos se me llenan de lágrimas ¿Por qué puedo sentir en mí mismo el dolor de Otro por otro Otro, si yo no formo parte de eso, si yo no entro en ese vínculo más que como detonante activo de un remordimiento ajeno, estando por mi parte libre de culpa?
Pero no es así. Este Otro y "su" Otro me conciernen totalmente, se lo mire como se lo mire. Porque tomé mis decisiones con conocimiento del engañado. Decisión, conocimiento, voluntad: yo como sujeto agente. Pero también porque, como fantasma, el Otro siempre estuvo allí-aquí, “en mí”, en la fingida suficiencia.

Quiero volver sobre sus ojos. Es el momento explícito de la carne (porque es la carne, no otra cosa, lo que mueve este texto entero). Ahora es momento de recordar esos ojos y su expresión lacerada, su doble condición de suplicantes y ciegos. Suplicantes: clavados en mí y esperando (¿qué? ¿esperando qué?). Ciegos: fijos en el azote invisible de la voz de la conciencia. Hacia fuera y hacia dentro en un único movimiento irrepetible. Ojos a la vez transparentes y opacados. Transparentados hacia mí, para mí; opacados por el otro. Transparentados hacia sí, por el otro; opacados para mí. Cuando el lenguaje va agotando sus recursos –los recursos que de él manejamos–, se ve forzado a asemejarse cada vez más a la voz hablada, al grito o a la acción física; entonces llego al punto de tener que describir esos ojos con el gesto dramático del superlativo: como ojos tristes, ¡tristísimos! Desearía ser acaso un sutil observador de la condición humana, pero me limito a padecerla; en la acción absoluta del Otro (y) en mi propio cuerpo, alterado por la frustración del deseo. Alterado por la alteridad del Otro y su fantasma, por su fantasmática estructura de caja china. Él, el Otro: un monumento de carne negado a mi deseo. Cierro aquí, ficticiamente, el lugar de la carne (porque la carne no puede ser confinada a este lugar del papel, verdadero no-lugar de lo carnal). (La carne sigue, al otro lado de la lapicera o de la tecla. Continúa siempre. Yo no puedo ni quiero olvidarlo.)

El lugar de él (“mi” Otro) y su fantasma ("su" Otro), fue y es en ese instante un desgarramiento puro. En él se disuelven o más bien se condensan las contradictorias expresiones de sus ojos. Él era todo desgarro, abismo distendido, irreparable, absoluto. No sé si interno o externo. Ni uno ni otro, quizás ambos y ninguno. Todas mis preguntas y mis perturbaciones se concentran en y sobre ese hombre desgarrado entre su deseo y su razón, entre el Otro y yo (su otro Otro). Entre, a secas. ¿Qué ocurrió allí? ¿Qué quiere decir “saber”, si el sabía lo que hacía, sin saberlo? ¿Por qué me afecto más aun al recordar los acentos y las inflexiones sonoras de su lengua para mí extranjera, el portugués, y por qué no puedo despegar esa lengua de la imagen de su cuerpo*? ¿Dónde, a partir de qué momento termino yo y empiezan él y su culpa, o puede acaso decirse que es también la mía? ¿O es ilícito preguntar de esta manera, delimitando sectores, lugares, sujetos, reses puestas? ¿Qué relación hay entre el deseo y la norma? Y ¿quién o qué es eso que yo llamo un Otro en su cabeza, que instiga el refrenamiento de su deseo y mantiene la norma vigente a través de la presencia?

Como siempre, las preguntas dicen más que las posibles contestaciones, y llegan mucho más lejos. Y es que la pregunta abre un horizonte inabarcable, mientras la respuesta asienta, solidifica, deja caer un peso ya muerto.

Todas mis preguntas nacen de mí y de este hombre quebrado por la angustia, frente a frente en un cuarto de hotel. Todas mis preguntas nacen del lugar irrenunciable de la carne.
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* Hora es de decir, por harto obvio que sea, que Derrida está presente en este texto, estuvo en la atmósfera de su nacimiento. Su fantasma me dictó muchas palabras apropiadas.