miércoles, 29 de agosto de 2007

Algunos pensamientos dispersos sobre el lugar de la no-acción

Cuando luchan dos ejércitos vence el que, compasivo, lo lamenta
Cuando se enfrentan dos enemigos, vence el que más lo lamenta en su corazón

Cada vez que me acerco a tocar lo más profundo de mis verdades, cada vez que siento en todo el cuerpo la conexión inexplicable, cada vez que puedo ver el Mundo desde las cuatro esquinas, cada vez que, como Wittgenstein, me siento absolutamente seguro, me dan ganas de llorar.

Entonces, claramente, ya no sé por qué lloro.

Por qué: el ‘qué’ del ‘por qué’ es la forma imposible de la pregunta inadecuada. Indica que no hay algo ahí por lo cual preguntar.

Es el placer que está más allá del dolor-y-el-placer, en el lugar sin lugar de la impermanencia.

Es el llanto que, en mí, se conjunta a ese placer como su fiel concomitante. El ardor en los ojos es una parte tan esencial del sentimiento como cualquier otra (nuevamente, este es también un lugar de la carne).

Hay dos clases de personas: las que son conscientes de sí mismas y las que no lo son. Las que se esfuerzan y las que se acomodan. Las primeras pueden triunfar, pero en cierto sentido siempre fracasan. Las segundas están por fuera del círculo, y por eso permanecen. Pero la condición es no saberlo.

(Soy consciente de que escribir esto conlleva cierta soberbia. Temo violar por ello alguna ley universal; pero todo da lo mismo, quizá, a la hora de temer)

¿Hasta dónde es posible entonces un lugar genuino del no-hacer?
¿Se puede acaso aprender a amar la impermanencia, la no-presencia, la pasividad que es norma del mundo? ¿O es esto acaso como el don, al que toda conciencia mata?

Sin embargo, presiento que existe un extrañísimo espacio (primero escribí lugar, pero la palabra es espacio) desde el que es posible contemplar la no-acción en su esplendor, sin caer fuera de ella. Quiero amar la calma.

La mejor forma de sostener (algo) es
– dejar que se sostenga por sí mismo, no-sosteniendo(lo)
– sostener(lo) desde y a través de la ausencia

Son dos oraciones equivalentes. Sé que el lenguaje es defectuoso.

La absoluta infalibilidad de la acción en la inacción reside justamente en que no es un axioma. No se la sigue como a una señal de tráfico; no se la cumple como a un reglamento de ascenso institucional. La norma del mundo no está escrita en ninguna parte, y sólo así es que se cumple en todas. Afortunadamente, yo tampoco la estoy escribiendo ahora.

Veo de un modo confuso –y quizás académicamente errado– cómo Spinoza, Wittgenstein, Derrida, Deleuze y muchos otros tienden al mismo punto de contacto. Grito a los cuatro vientos con mi silencio el placer de esta callada unidad o comunión.

Descartes, Kant, Leibniz. Se equivocaban al creer que había algo que hacer.

(Esta última frase no es necesariamente impía. Efectivamente, hay cosas que pueden/deben ser hechas. Pero no son las que más me importan.)