martes, 24 de julio de 2007

El lugar de la carne

Que acudan al punto los exégetas y los voceros de la hermenéutica, los intérpretes interpretadores, nuncios de Kant, Hegel y Heidegger. Ellos podrán sin duda acrisolar y acuñar máscaras de respuestas; pero mis preguntas se mantendrán incólumes, como preguntas, por siempre clavadas en la carne que las hace emerger.


¿Hasta dónde llega el límite entre la fidelidad y la infidelidad? ¿Cómo demarcar, y por qué, las presuntas fronteras entre la carne, el cuerpo propio y el ajeno en todas sus direcciones (la del infiel, la de la víctima de la infidelidad y la del cómplice), y el “espíritu” (alma, conciencia, voluntad, llamada moral)? ¿Qué lógica y pensamiento están ya operando cuando intentamos trazar una barrera, una señal que marque el pasaje desde una conducta “sin mácula” a la trasgresión de la fe depositada en mí por el otro?

La llamada del otro irrumpió en su cabeza mientras se entregaba a la pasión en mi cuerpo, quebrando en ese instante la lógica con la cual nos dimos el encuentro, la cena, la cita en el cuarto de hotel. Es en esa irrupción cuando me encuentro frente a frente con los ojos del Otro, que tiene a otro Otro en la mirada y lucha en su cabeza con él, consigo mismo y conmigo. Unos ojos que tiemblan en la súplica que me dirigen, que invocan alguna especie de imposible y genuina (imposible por pretenderla genuina) solución. Ojos que a su vez están vueltos hacia adentro, espectadores impotentes del conflicto. Para explicarse él apela sin saberlo a la antigua diferencia entre la pasión y el intelecto, pero yo no estoy en rigor en ninguno de ambos lados; puesto que la puja entre su libido y su cerebro involucra por igual la ausente presencia del otro Otro.

“¿Por qué lo hiciste?” le pregunto (y me refiero con eso a muchos porqués: por qué me trajiste hasta tu cuarto, por qué diste tu consentimiento, por qué tu mano sobre mi hombro como tácita señal de largada, por qué la cena y tu sonrisa ignorando los insistentes golpes del Otro a tu puerta).

“No sé por qué lo hice”, me responde, y puedo ver que esa respuesta surge de una sincera y atormentada confusión. Quizás también una confesión.

(Pero a la vez la forma de mi preguntar –“por qué”– apunta en sí misma al ámbito del que pretende extraer su respuesta: el ámbito de lo calculable, de lo medible, de la causa, aquello que puede entregar su propia razón de ser. El lugar de la respuesta. De la res puesta. Puesta en lugar, económico, geográfico, eidético, psíquico. Y entonces la forma de mi preguntar queda desnuda, como el absurdo que es, frente a este hombre acobardado que con su “no sé por qué” responde perfectamente a mi pregunta, quebrándola por dentro.)

Los ojos se me llenan de lágrimas ¿Por qué puedo sentir en mí mismo el dolor de Otro por otro Otro, si yo no formo parte de eso, si yo no entro en ese vínculo más que como detonante activo de un remordimiento ajeno, estando por mi parte libre de culpa?
Pero no es así. Este Otro y "su" Otro me conciernen totalmente, se lo mire como se lo mire. Porque tomé mis decisiones con conocimiento del engañado. Decisión, conocimiento, voluntad: yo como sujeto agente. Pero también porque, como fantasma, el Otro siempre estuvo allí-aquí, “en mí”, en la fingida suficiencia.

Quiero volver sobre sus ojos. Es el momento explícito de la carne (porque es la carne, no otra cosa, lo que mueve este texto entero). Ahora es momento de recordar esos ojos y su expresión lacerada, su doble condición de suplicantes y ciegos. Suplicantes: clavados en mí y esperando (¿qué? ¿esperando qué?). Ciegos: fijos en el azote invisible de la voz de la conciencia. Hacia fuera y hacia dentro en un único movimiento irrepetible. Ojos a la vez transparentes y opacados. Transparentados hacia mí, para mí; opacados por el otro. Transparentados hacia sí, por el otro; opacados para mí. Cuando el lenguaje va agotando sus recursos –los recursos que de él manejamos–, se ve forzado a asemejarse cada vez más a la voz hablada, al grito o a la acción física; entonces llego al punto de tener que describir esos ojos con el gesto dramático del superlativo: como ojos tristes, ¡tristísimos! Desearía ser acaso un sutil observador de la condición humana, pero me limito a padecerla; en la acción absoluta del Otro (y) en mi propio cuerpo, alterado por la frustración del deseo. Alterado por la alteridad del Otro y su fantasma, por su fantasmática estructura de caja china. Él, el Otro: un monumento de carne negado a mi deseo. Cierro aquí, ficticiamente, el lugar de la carne (porque la carne no puede ser confinada a este lugar del papel, verdadero no-lugar de lo carnal). (La carne sigue, al otro lado de la lapicera o de la tecla. Continúa siempre. Yo no puedo ni quiero olvidarlo.)

El lugar de él (“mi” Otro) y su fantasma ("su" Otro), fue y es en ese instante un desgarramiento puro. En él se disuelven o más bien se condensan las contradictorias expresiones de sus ojos. Él era todo desgarro, abismo distendido, irreparable, absoluto. No sé si interno o externo. Ni uno ni otro, quizás ambos y ninguno. Todas mis preguntas y mis perturbaciones se concentran en y sobre ese hombre desgarrado entre su deseo y su razón, entre el Otro y yo (su otro Otro). Entre, a secas. ¿Qué ocurrió allí? ¿Qué quiere decir “saber”, si el sabía lo que hacía, sin saberlo? ¿Por qué me afecto más aun al recordar los acentos y las inflexiones sonoras de su lengua para mí extranjera, el portugués, y por qué no puedo despegar esa lengua de la imagen de su cuerpo*? ¿Dónde, a partir de qué momento termino yo y empiezan él y su culpa, o puede acaso decirse que es también la mía? ¿O es ilícito preguntar de esta manera, delimitando sectores, lugares, sujetos, reses puestas? ¿Qué relación hay entre el deseo y la norma? Y ¿quién o qué es eso que yo llamo un Otro en su cabeza, que instiga el refrenamiento de su deseo y mantiene la norma vigente a través de la presencia?

Como siempre, las preguntas dicen más que las posibles contestaciones, y llegan mucho más lejos. Y es que la pregunta abre un horizonte inabarcable, mientras la respuesta asienta, solidifica, deja caer un peso ya muerto.

Todas mis preguntas nacen de mí y de este hombre quebrado por la angustia, frente a frente en un cuarto de hotel. Todas mis preguntas nacen del lugar irrenunciable de la carne.
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* Hora es de decir, por harto obvio que sea, que Derrida está presente en este texto, estuvo en la atmósfera de su nacimiento. Su fantasma me dictó muchas palabras apropiadas.