jueves, 19 de noviembre de 2009

Gena y Ogum

I.

El escaso peso de mi tía-abuela Gena en su féretro no hizo menor el peso simbólico que significa transportar la muerte. Cargar con los muertos es un asunto serio, no sólo en un sentido psicológico o filosófico, sino también en la realidad tangible de las manijas del ataúd y en la resistencia del peso, sea cual fuere, de aquel a quien tenemos la responsabilidad de llevar. “¿Me podrías ayudar?” Las palabras del empleado de la funeraria, esta tarde en la Chacarita, me toman por sorpresa. “Sí, claro”, respondo automáticamente, pero por dentro un cierto frío, un cierto cosquilleo a la altura del estómago: la inminencia de una iniciación fugaz, el ritual sencillo y sin adornos de levantar el concreto peso mortuorio. Pienso: tal vez llevar este féretro signifique para mí un pasaje, otra pequeña transición hacia un estado que podría llamarse de “adultez”, pero cuyo verdadero nombre es la conciencia irremediable de la vida delineada por la muerte, del carácter irrevocable e inmediato de aquello que siempre esperamos que continúe. Y todo condensado en el peso, gris, indiferente y apagado, de un cuerpo en un cajón.

II.

Han pasado varias horas. El ritmo de los tambores, que hasta hace un momento batía cada vez más rápido, calla, y deja su lugar a la música benévola y al descanso. Hemos bailado la danza filosa de Ogum, el guerrero, el dueño del monte y del hierro. Me acuesto en el suelo y respiro. Resistiéndose a la calma, mi corazón golpea todavía contra mi pecho, tan violentamente que me parece que alguien, desde afuera, podría ver sus embestidas. Me tiendo de costado, acurrucándome, sintiendo cómo la transpiración se desliza abundante por mi rostro y mi espalda, atravesando mi ropa y dejando una estela mojada por el suelo. La carpeta plástica sobre la cual yazgo junto al resto de los danzantes es de un rojo brillante; la luz de un reflector entreteje ese color con el agua de mi cuerpo, y de repente me parece que mi transpiración se ha convertido en sangre: sangre transpirada, generosa y caliente, derramada por el piso. A un mismo tiempo percibo todo: la música, mi respiración agitada, el golpe real y tangible del músculo cardíaco, el brillo del sudor sobre mis brazos, el calor vibrante de mi cuerpo y su peso; peso que contiene mi parecer y mi sentir con todas sus temperaturas, todos sus ritmos, todas sus humedades. Peso inevitable que me hunde hacia el Suelo y me hace sentir como Anteo, aquel gigante de la mitología que sólo en contacto con la Madre Gea recibía su fuerza y su poder. Entonces pienso: Ogum es otro hijo de la Tierra. Y también: estoy vivo.

III.

Han pasado algunas horas más. Mientras escribo esto recuerdo a Kundera, quien escribió cómo la vida y la muerte pueden vivirse y morirse bajo los signos dispares de la levedad y el peso. Y pienso que una misma jornada acaba de ofrecerme dos caras de la pesadez. El peso de la muerte: un cajón silencioso, sus manijas que aprisionan mis manos. El peso de la vida: mi cuerpo palpitante que rueda hacia el centro de la Tierra.

(17-11-2009)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy gráfico...
Jay Jay